lunes, 14 de enero de 2008

Cantinas, ambiente y vivencia

“Luego me tomé unos tragos en una cantina atestada de funcionarios públicos, trabajadores de fábricas, vividores, vendedores de libros, empleadas de comercio y demás fauna variopinta. (...) la cháchara futbolera que obsesiona a la masa, el alto costo de la vida, el clima, la corruptela y mamandurria de los políticos, las broncas matrimoniales que lo hacen preguntarse a uno por qué diablos la gente se casa. Un avispero de abejas africanizadas. Y el desfile de vendedores ambulantes e itinerantes, limpiabotas, mendigos, cruzrojistas, Ejército de Salvación...”

Jaime Fernández Leandro
En el cuento Club Le Grillón

Bien observada, o mejor aún vivida, tiene la cantina su propia picaresca. Y si bien para muchos, especialmente si abstemios, el de la cantina es un ambiente que no brinda nada a quien no bebe, se comprende, pues no se puede tomar en serio a aquel que ahí no toma ni liba ni conversa, que es el ser de esa socialización alcohólica, tantas veces entusiasta y otras aún, espesa.

Pues una vez descubierto, resulta que el de la cantina es un ambiente abierto, donde todo lo humano, sea por inverosímil o por cierto, tiene puerto franco: ahí la conversación despierta junto al barullo futbolero, el fanatismo politiquero junto a la iluminación mística, el rumor de los campos recién abandonados apenas como un eco hueco entre los autos, y la leyenda urbana como leyendo los miedos de antaño de los que por aquí pasan o pasaron, a pasear sus horas muertas ciudadanas.

Y nada hay en ello de extraño, que ya antes de Noé y luego nomás del Diluvio, sabemos bíblicos que el alcohol alegra el alma y que el alma alegre, canta y desata el habla; he igual entristece el cuento que el canto si lo que hace es liberar las penas de un perdido encanto, si libera el llanto que yace profundo tras la sobria sombra de lo que somos al cruzar la puerta esquinera, en busca del néctar de la caña, de la cebada, de las uvas, del maguey, del centeno o de la papa, en cualquier caso acompañándolo, ya luego de unas cuantas libaciones a los dioses del ocaso, de las bocas que saben a ambrosía cuando sabrosas en su plebeyo encanto culinario.

Pues se dice comúnmente que en el licor se ahogan las penas, mas no es eso cierto apenas, porque las penas pesan y en el etílico elixir tienden más bien a flotar ellas. Pero entonces, entre el humo de un cigarro y con un bolero al fondo o con un tango apenas tarareado, como que todo vuelve a su lugar, como que todo adquiere sentido al ubicar el centro existencial en la barra o en la mesa que se extiende generosa y extendida ante nosotros, que somos otros para las otras mesas u otros puntos de la barra, y para quienes por instantes dejaremos de ser extraños si con ellos conversamos, y hasta puede que entablemos una relación que podría durar años de años... ¿quién sabe?.

Que todo durará hasta que se desvanezca el humo del cigarro y empiecen a desgranarse el canto, la barra, la mesa, la esquina, el rótulo que la identifica y caiga o no caiga su nombre de diosa caída, la cantina que nos acogía cambie de dueño o de administrador que es casi lo mismo, y ya no sea igual frecuentarla, ser su habitual y habituarse a ella y a ver a esa caterva de personajes de taberna, de la que, sin saber muy bien cómo, ya para entonces seremos parte interesada e interesante fauna urbana también, alrededor de la misma mesa, el mismo humo y la misma humorada cantinesca.